No recuerdo exactamente para qué era —diría que para un trabajo del máster—, pero un año me pidieron hacer un vídeo creativo. Nunca me he manejado bien ni con las cámaras ni con mi voz en off. Me dan pudor las dos cosas. Aun así, tuve una idea. Nació de otra ya bastante manida, sí, pero me apetecía trasladarla a un formato físico, hacerla mía.
Compré una cebolla. La pelé con las manos en la encimera de la cocina del piso de La Latina que compartía con Violeta y Maribel, capa a capa, mientras el que era mi novio por entonces grababa con mi cámara. Después, edité el vídeo y añadí un texto que hablaba de eso mismo: de las infinitas capas que forman a una persona. Porque una se construye así, de muchas capas, de cosas que se dicen y de cosas que no, de lo que le toca y de lo que apenas roza, pero permanece.
Siempre que alguien intenta definirme, me remuevo por dentro. Más allá de lo que pueda jugarme la autoestima, hay algo más honesto: no me gusta encajar en definiciones cerradas. Creo que nadie lo hace. Nadie cabe del todo en una sola casilla aunque a veces no llene ninguna por completo. Es así: no soy tan buena como parezco, ni he sido nunca mala con alevosía. Claro que he sido más buena de lo que me habría gustado (sí, eso pasa), y otras veces, he sido mala sin pensar en las consecuencias. O mejor dicho: sin acordarme de pensarlas (pero hay que hacerlo).
Siempre me ha gustado leer. Desde pequeña. Empecé con Kika Superbruja, seguí con revistas de moda que subrayaba como si fueran ensayos, y luego llegaron Duras, Carson, Didion y un largo etcétera de sensibilidades acordes a la mía. Me gusta encontrarme en sus frases. Que otras se atrevan a ponerle palabras a demonios que yo ni siquiera he querido mirar (o admitir), y descubrir que, quizás, algunas cosas me perturban porque soy existo.
Nunca he sufrido tanto como con El acontecimiento de Ernaux, ni he llorado tanto como con Éramos unos niños de Patti Smith. Y pocas veces he sentido tantas ganas de seguir leyendo como con El colibrí o La novia grulla. Aun así, a veces me da pereza leer. Necesito una concentración que ahora no tengo. Llevo un tiempo en el que me cuesta avanzar más allá de dos páginas seguidas.
También veo realities. Y lo hago, en el fondo, por lo mismo por lo que leo libros. Hay algo profundamente humano en esa naturalidad que no se puede editar, que no permite borrar y volver a escribir. Me veo reflejada en esa crudeza. Algunos espejos me favorecen. Otros, me sientan fatal.
A veces soy la mejor amiga del mundo: puedo pasarme 48 horas pensando en algo que le ha pasado a alguien cercano, sea bueno o malo. Y otras, simplemente, me olvido. Me centro en mí. Estoy, y a veces falto. Acompaño, y también fallo.
Me gusta cómo soy: reflexiva, activa pero pausada, creativa, intensa. Y al mismo tiempo, me encantaría ser otra. La que anima el cotarro, la que no se sonroja, la que no se esconde. Pero soy un poco cobarde. Me ha costado años poder escribirlo sin disimulo. De hecho, acabo de hacerlo por primera vez.
Para otras cosas, en cambio, soy valiente. Para coger un avión y plantarme sola en Asia, para recorrer Vietnam en una moto de Grab, para mudarme una y otra vez y empezar de cero con la soledad susurrándome al oído izquierdo (escucho mejor por el derecho). Para agarrar un impulso, abrazarlo y tratar de hacerlo real. Cuántos más toboganes haya, por más me querré deslizar.
Pero sí, hay otras cosas que me dan un miedo atroz. El amor, por ejemplo (entiéndase en todas sus vertientes, por favor). No sé qué hacer con eso. Se me escapa de las manos, desordena mi vida, interrumpe mis planes. Me desconecta de la parte de mí que más me gusta y saca otra que me paraliza. Me resbalo en él, tropiezo y doy volteretas. Trato de correr siempre delante. Y correr, lo sabemos, es algo que se hace solo cuando no quieres que algo te alcance. Casi siempre por miedo.
Y yo le tengo un poco de pánico. No al que doy —ese me sale con una naturalidad casi torpe—, sino al que me devuelven. A ese que exige quedarse quieta, confiar, dejarse mirar. Ese que te pide que bajes las defensas y no salgas corriendo cuando todo va bien. O, peor aún, cuando araña un poco. No compro lo de que el amor cuando es de verdad no duele: lo bonito también duele. Un atardecer remueve, un libro te invita a llorar, una película puede provocarte angustia, tener los dientes bien requiere ir al dentista. Caray, si duele. Obvio que duele. La belleza no puede ser gratuita.
A veces me encantaría poder quitarme cualquier nudo en el pecho. No sentirme tonta por escribir esto. Pero me cuesta. Muchísimo. Da miedo dejar de ser una misma por encajar en un nosotros. Y también me da miedo no encontrar nunca un nosotros que no me quite nada de lo que tanto me ha costado construir. Más miedo da, incluso, que no exista el nosotros cuando te gustaría que sí. Pero aún puede ser peor: que una misma invente el plural.
Supongo que, como con la cebolla, estoy aún pelando capas. Unas duelen más que otras. Algunas escuecen. Otras me hacen llorar sin previo aviso. Pero sigo. Porque si algo tengo claro es que prefiero seguir pelando, aunque duela, antes que conformarme con no saber qué hay debajo.