Cuando subo las escaleras del portal me embriaga un olor que me resulta familiar. Todo es como de madera oscura, y el ambiente, frío. Nunca me he parado a contarlos, pero no debe haber más de diez escalones. Y eso que para mí resulta poco, para la media de vecinos del edificio es algo tedioso.
Muchos llevan toda una vida ahí: han comenzado a vivir juntos tras darse un ‘sí, quiero’, probablemente a una edad en la que yo recogía el diploma de la carrera. Han visto a sus hijos crecer, algunos todavía les llevan al colegio o van a buscar a sus nietos mientras sus padres trabajan para tratar de que en casa nunca les falte de nada. Todos han discutido, abrazado, reído. Han celebrado buenas noticias, y probablemente las peores. Les han robado, se han vuelto a enamorar, han cotilleado en el rellano y todos se han apoyado temerosos en la barandilla mirando hacia abajo. Han visto llegar finales de manera rápida y pausada, y han despedido a sus seres queridos dándoles besos en la cama.
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Cuando era pequeña me gustaba ir a casa de mi abuela por las noches. Cruzaba la calle, y dos números más allá de mi portal, estaba el suyo. Subía en ese ascensor de luz blanca terrorífica, y mientras ella veía sus telenovelas o el Sálvame, yo me metía en la habitación “de los niños” (la que un día fue de sus hijos, y ahora es de todos los primos), entraba en las sábanas de hilo frías, y me tapaba como con unas cuatro mantas. Encendía la televisión, veía el cotilleo como ella escuchando cómo su televisión, desde la habitación de al lado, se adelantaba a la mía; me bebía el Cola-Cao que ella me preparaba en alguna de esas tazas de dibujos coloridas que acumulaba, y cenaba tostadas con mantequilla. El pasado verano volví a hacerlo.
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Con mi abuela siempre he tenido una relación muy buena. Pocas personas me he encontrado más sensibles que ella, pero pocas también más despreocupadas: lo que digan le importa un bledo y creo que eso es lo que más admiro de ella. Habla tanto como ríe (y no es poco), viste acorde con su carácter: plena de colores, complementos y sin medias. Se para siempre que puede por la calle para hablar con quién conoce, te presenta a quién se encuentre, no tiene reparo en contar su vida (ni la tuya), le gusta que le hagan fotos (donde sea) y por ella saldría de portada todos los días en el periódico. Es exigente con la comida, adora los abrazos, y siempre tiene batas, zapatillas y mantas preparadas para quién la visite. Porque las visitas le encantan, y aunque mi tía y mis primos viven en el piso de arriba, mi abuela estaría encantada si tuviera compañía a todas horas. Viviría con alguien que le dejara espacio, porque esto debe ser algo muy de familia, pero recarga la batería social con bastante rato a solas.
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Durante la cuarentena fue una rebelde. Facebook le abrió las puertas para serlo. Ahora, desde que es una usuaria activa de Instagram no hay día en el que no reciba un mensaje privado con aplausos de su parte. Ni siquiera lee lo que publico (“neniña no entiendo nada, ¿me lo explicas?”) pero ni le importa ni me importa, porque querer tiene mucho de admirar, y eso ella lo tiene bien presente. Así que le da igual que sea bueno o malo, porque le encanta igual.
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Podría pasarme horas hablando de ella porque no hay día en el que no me sorprenda. Somos familiares, pero también amigas. Me da las buenas noches todos los días por WhatsApp contándome sus rutinas. Me informa de cómo están mis primos, de cuándo le prepara comida a mi hermana (“un día te envío lentejas en un tupper a Lisboa”, dice), de las veces que visita a mi madre a la tienda que un día fundó ella a los 52 años en el patio de su casa, o de las veces que ha ido a medirse la tensión al hospital. También de cuándo está más animada o de bajón. Suele habitar el primer estado de ánimo, y no me sorprende. Acercarse por la mañana a su casa es escuchar música a todo trapo desde el otro lado de la puerta. Siri es su discoteca.
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Hace un verano que he vuelto a retomar la costumbre de dormir alguna vez en su casa cuando vuelvo a Pontevedra. Todo sucede igual: llego y ya está tumbada en su habitación viendo la tele. Hace frío. Me siento en la esquina de su cama, hablo con ella unos minutos y me voy a “la de los niños”. La distribución ha cambiado, y ahora las paredes están llenas de nuestras mejores - y peores- fotos. Me preparo el Cola-Cao, tomo mis tostadas, me tumbo, veo la televisión y duermo.
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Su mensaje hace una semana, acompañando a una foto de unas vieiras: “Paulis, cuando vengas tienes que dedicarme un día y te las hago, ¿te gusta la idea? Besiños”. Su audio de antes de ayer: “Paulis, mira, un día duermes en mi casa y te levantas muy temprano, y todo eso. Para cocinar no me hace falta ruido ninguno, así que yo calladita haciendo lo que tengo que hacer, y tú mientras, trabajando. Después comemos y luego sigues trabajando como tienes por costumbre. A las 19h o a las 20h nos vamos a La Nata a tomar un chocolate con churros, ¿qué te parece la historia? ¿Te parece bien? Además tengo un abrigo para estrenar que no sé si me atreveré a ponerlo, Pauliña. Si vieras cómo es… acampanado por detrás, con telas la mar de raras… Pero contigo sí, te pones tú también a mi tono y vamos las dos todas guapetonas llamando la atención. ¿Vale? Venga, ya lo estoy disfrutando. Un besiño, cielo”.
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En fin, qué deciros. Uno reconoce el olor a casa de abuela. Incluso a distancia. A mí me viene cada vez que la escucho a ella.
Ella es así ,perfectamente definida .