Por si no me diera ya suficiente vergüenza hablar con mi inglés torpe en un vídeo, mientras lo hacía recibí un comentario inesperado poniendo en cuestión mi valía para el proyecto para el que lo estaba preparando que me frenó a continuar grabando. “¿De verdad crees que vas a pasar la tercera prueba?”. Frené, volví a sentirme mal como todas las veces que alguien ha tratado de rebajarme. Me hice un café, y ya no pude concentrarme más en ello.
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Un día me dijeron que cómo podía no comer ciertas carnes si a veces escribo sobre comida. Que en una charla de moda, probablemente siempre haya alguien que sepa más que yo en la mesa. Que a dónde iba yo, (¡yo!) a viajar con tan solo una mochila y a dormir en un albergue. Que cómo iba a aguantar la humedad en ese mechón de pelo que se me riza sobre la frente.
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Me sucede a menudo, y no sé si es imaginación mía o realmente pasa, pero estas actitudes me llevan a aumentar la fuerza de mi pensamiento. Cuando hablo me encuentro en un estado de cuestión continuo que a veces me hace hasta dudar de hechos objetivos que cuento. En muchas ocasiones, siento que me tapan al hablar, que cualquiera, por tener un storytelling más atractivo que el mío, -o tan solo la voz un tanto más alta, o más maleducada-, toma la delantera y mi historia se queda atrás, lejos, tan lejos que ya no apetece contarla. Hay muchas historias buenas que se han quedado en el tintero precisamente por esto.
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Escribo aquí porque siento que detrás de la pantalla hay mucha más atención que sin ella. Y porque como siempre que vengo, me pilláis un tanto sensible:
Digo que, aunque me costara mucho y me despertara a las 3 de la mañana para estudiar, siempre salí airosa a final de cualquier curso académico. Que mis padres se separaron cuando era pequeña y que la psicóloga me ha dicho que no desarrollé ningún tipo de apego por ese hecho (otros traumas, quizás, pero nunca me han sobrepasado). Que me hicieron bullying en el colegio porque tuve tricotilomanía y todos pensaban que tenía cáncer en un momento donde esa palabra apenas tenía una definición estable en el diccionario. Y que me creció de nuevo el pelo y nunca hubo rencor, sino más bien perdón. Que cambié de colegio cuatro veces y que todavía mantengo relación con personas que fueron mis amigos algún día. Me encanta saber de ellos. Que aprendí a hacer un hogar en cualquier sitio habiendo vivido toda mi vida, desde pequeña, de mudanza en mudanza (igual esto explica muchas cosas de mi vida adulta).
Que fui feliz, muy feliz en Londres aunque me aconsejaron que no fuera vivir allí. Y no solo eso: sino que volví varias veces, y pienso seguir haciéndolo. Aprendí de responsabilidad afectiva, viví una película. Digo, y recalco, que acabé trabajando en una de las revistas que subrayaba con rotuladores fosforitos en la habitación de arriba del piso de Peregrina cuando era adolescente y nadie quería que yo estudiara Periodismo. Que aprendí a sacarme las castañas del fuego repartiendo cromos a los niños mientras estudiaba el máster en puertas de colegios de Chueca y Malasaña, que gané dinero vendiendo audífonos en las afueras de Madrid para poder hacer prácticas en la revista que quería trabajar, o que estuve un año y medio trabajando en una tienda de Claudio Coello mientras trabajaba en una revista e iba todos los días a clases del máster. Os lo he dicho: a cabezona no me gana nadie.
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Digo, que cuando me estafaron por pagar un piso que no existía en Roma, busqué un plan B y me fui a Grecia porque estaba viendo una serie en ese momento ambientada allí y saldé todas mis deudas emocionales mientras luchaba con compaginar el trabajo con una plaga de chinches del Airbnb de Pangrati y la visita a cada uno de sus preciosos rincones. Que aprendí a ver el lado bueno, aunque a veces parezca que no existe. Que tras insistir un año, llegó un momento donde el jefe de una de las revistas que leía cada día aceptó mis dos primeros temas en su cabecera, precisamente, por estar en Grecia. Que en ese momento brindé con la mesa de al lado. Que cómo no le voy a tener cariño, madre mía.
Diego que regresé a las semanas a Lisboa y en vez de huir, decidí limpiar la imagen que tenía de la ciudad regresando a cada uno de los lugares que me hacían daño. Que he estado con algunos de vosotros en ellos y no lo sabíais, porque una a veces debe guardarse cosas para poder sanarlas. Digo, también, que alguien a quién quiero mucho pasó unas navidades horribles y que fui la única capaz de calzarse una Nochevieja para ir a buscarle por las calles en pijama y traerle de vuelta a casa. Que ese día me faltaron fuerzas para apretar más fuerte las manos. Y que 2024 comenzó siendo así terrible, y continuó casi peor.
*Pero…
Digo también que pasé un día en una secta y no caí en ella porque de algo tiene que servir ver tanto True Crime. Que después pasé 11 días por Vietnam tras mover a todo un avión por si no llegaba a la escala al tener solo una hora para cambiar a otro vuelo en el laberíntico aeropuerto de Pekín. Que corrí, corrí mucho para coger ese avión con una maleta y una mochila que me hacía chepa. Que me perdí en un bosque por los alrededores de Hue con un conductor de Grab en moto y dimos vueltas una hora sin poder comunicarnos porque no había cobertura y él no sabía hablar inglés. No hubo ni una pizca de miedo. Digo que me fui a un crucero sola por Ha-Long Bay y celebré el año nuevo vietnamita paseando por las calles de una Hanoi vacía pensando que menuda afortunada era porque viajé sin pensar en esta celebración, y lo cierto es que apenas hay turista que pueda vivir esa experiencia.
Digo que cuando volví, me cambié de piso, tuve un problema en el ojo, me operaron dos veces, me pincharon otra vez más y mi párpado jamás ha vuelto a ser el mismo. Que ahora me duele más la cabeza al formar la vista, e incluso a veces me mareo. Que pasé un mes sin salir de casa y después otros tantos con gafas de sol por vergüenza, pero que, aunque no me acostumbro a verme así, ahora pienso que qué más da, que si a alguien le incomoda que no mire.
Digo, que conocí personas maravillosas en Lisboa, y que algunas de ellas son como un abrazo después del primer café por la mañana. Que me llevé a mis padres de viaje a Francia, que paseé por Madrid como cuando vivía en Madrid, que me quedé encerrada en un palacio en San Sebastián y conseguí salir de allí a las 6 de la mañana sola tras tratar de abrir todas las puertas y ventanas. Que después volví a Granada y ahora tengo un azulejo con mi nombre, que perdí un concurso de cócteles y de tortillas (pero participé) y ensayé hasta conseguir que una mesa entera de italianos halagaran mi receta. Que visité Menorca por primera vez, hice un cuenco de papel reciclado, probé el torno y traté de hacer un cuenco de cerámica, y me fui a una rave en Almada después de una noche de fiesta. Vi a España jugar la Eurocopa vestida como si fuera patriota, y no pensé en nada en el Mad Cool, en Monegros, al final del Brunch Electronik, en el Río Verbena, el Granada Sound.
Terminé el Camino de Santiago sin accidentes, canté I got a feeling con Lidia viendo los Black Eyed Peas en directo y volví a aquellos momentos en los que las dos la bailábamos en la adolescencia. Me reencontré con Carmen en Coruña, soñamos con una revista propia, y ese día vi fuegos artificiales mientras llovía. Estuve por primera vez en el Algarve, volví a leer a Escandar Algeet y a recordar el momento en el que empecé a sentir cosquilleos por leer y escribir. Me puse mi vestido favorito un lunes para celebrar mi cumpleaños, vi mucho a las dos Cristinas y sufrí también por ellas pero me demostraron poder con todo enseñándome que en la vida, todo hay que intentarlo. Y que solo así suceden las cosas. Acompañé a mi abuela en su reconciliación con la playa tras ahogarse el año pasado y estar ingresada con los pulmones encharcados, vi cómo se recuperaba de un principio de ictus demostrando, de nuevo, que la actitud es el mejor flotador, un salvavidas.
Fui a Brístol a ver a Patri, nos reímos mucho por Glastonbury y ella vino a disfrutar de los atardeceres de Lisboa. Salí mucho como si estuviera de Erasmus. Bailé sin vergüenza en una de las mejores discotecas de Bari, me robaron el ordenador en un viaje por la Toscana que alargué entre karaokes por Roma. Me reencontré con Inma en el Trastevere, canté U2 y lloré con Coldplay sobre apoyada en el puente sobre el Tíber. Comí tortilla de patatas en la playa de Ursa, tuve pecas tres días, vino Patrice a verme y me enseñó a andar en bicicleta por Cascais y volvimos a una playa donde le vi enterrado en arena hace tres años. Llevé a Salvatore a cenar pizza fuera de su país, y hablamos del miedo (o de su ausencia) mientras el sol se escondía en Santa Catarina.
Digo que han pasado muchas cosas más. Que he conseguido mucho más. Y que, aunque tan por aquí sois pocas personas, sigo escribiendo esto porque siempre he sido cabezona y he perseguido mis objetivos hasta que se cumplen o los olvido por inercia. Que como escuché a Francesco Carril decir hace poco, parafresando a T. S. Eliot: “solo nos queda el intento, lo demás no nos pertenece”. La ilusión, dice su compañera de Los años nuevos, “tío, da fuerza. Es lo que permite que surjan cosas, ¿no?”.
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Mañana me voy a despertar, voy a hacer el vídeo. Voy a darle al play a mi siguiente clase de portugués. A cocinar otra tortilla.
Solo el movimiento mueve el mundo.